martes, 19 de junio de 2007

Conflicto, agresividad y violencia: la necesaria reconceptualización.


Ponente: JOSÉ ANTONIO PAREJA

Para empezar es necesario que entendamos perfectamente lo que significa conflicto y no cometamos equivocaciones, desgraciadamente cotidianas, en su conceptualización. Esto implicaría errar en la intervención propuesta para su solución.

Por tanto, y desde estas primeras líneas, ha de quedar claro, que intrínsecamente el conflicto no es “malo”, negativo o contraproducente; no es más – ni menos – que confrontar dos ideas, posturas, intereses…. Ante una situación determinada y que persiguen un mismo fin u objetivo; y en este sentido, podemos observar en nuestra rutina diaria multitud de ellos y que, además, solemos “resolverlos de forma satisfactoria. Por tanto la naturaleza del conflicto es neutra mientras que son los distintos comportamientos y conductas que desarrollamos para gestionarlo lo que derivará en consecuencias positivas o negativas.

Así, y concretando un poco más, el conflicto surgirá en cualquier situación social en la que se suelan compartir espacios, tiempos, objetivos, actividades, normas… por lo que a nadie escapa que la escuela sea uno de los ámbitos característicos en los que fácilmente se desarrollan. El que aparezcan con esta cotidianeidad, probablemente junto con la falta de i9nformación y formación al respecto, unos de los factores que facilitan esa mala conceptualización a la que nos referíamos. Un conflicto no es necesariamente un fenómeno violento, ni siquiera agresivo, si bien ocasionalmente y cuando no se abordan de forma adecuada, puede llegar a derivar en situaciones que deterioran el clima de convivencia positiva para degenerar en fenómenos de agresividad y violencia cuya etología es difícil de determinar por los implicados.

Dicho de otra forma, el trabajo conjunto y cotidiano junto con las emociones, sentimientos y afectos crean redes de vínculos sociales estables que, obviamente, afectan a la comunicación y entendimiento mutuo, para bien y para mal. Este tipo de relaciones interpersonales estables generan expectativas que con frecuencia vienen caracterizadas por el buen entendimiento mutuo, pero que también puede convertirse en la causa de malos entendidos que van creando tensiones que deterioran los formatos de comunicación, inhiben sentimientos y terminan por transformar la empatía en resentimiento. Si la convivencia degenera en esto, nos enfrentamos a conflictos críticos cuya resolución no puede ser ya espontánea.

Asimismo , y en esta misma línea explicativa, para entender, comprender y poder explicar el fenómeno de la agresividad humana, y en última instancia el de las conductas violentas, hemos de considerarlas como unas formas de comportamiento (entre los múltiples que puede llevar a cabo el sujeto) muy ligado a la situación conflictiva en la que vive y que, por tanto, puede desarrollarse de las más diversas maneras. Y para corroborar esta afirmación basta pensar como los individuos considerados agresivos no siempre lo son – ni siquiera en situaciones semejantes – y los que no están considerados como tales, tampoco se comportan constantemente de forma pacífica.

Si hasta aquí ya puede vislumbrarse la dificultad que implica investigar sobre el tema, aún queda lo referente a la legitimación social. En esta línea, los ataques lesionantes pueden o no ser considerados como conductas agresivas dependiendo del contexto en el que se desarrollen (recordemos, también, como si unos padres castigan a un hijo, no suele interpretarse como un comportamiento motivado por un sentimiento agresivo, puesto que es algo que está socialmente permitido).

En este sentido, la Psicología se ha interesado desde siempre por entender la naturaleza de la agresividad humana ofreciendo varias tentativas de explicación; si bien es cierto que algunas de estas son susceptibles de revisión, también lo es que algunas otras permiten, cuando menos, reflexionar al respecto y posicionarse con algo de sensatez sobre el tema. Así como el estudio del comportamiento agresivo ha sido abordado desde diversos marcos conceptuales que podría englobarse, grosso modo, en dos grandes bloques: las teorías puramente biológicas y las referidas al contexto social , y muchos han aportado una definición al respecto.

Pero como primera aproximación al término, podemos entender la agresión como cualquier forma de conducta que pretenda herir, sea física y/o psicológicamente a alguien (berkowitz, 1996) y, si se revisan algunas otras definiciones, puede observarse que este tipo de conductas son caracterizadas como un tipo de trastorno de la personalidad y/o del comportamiento que trasciende al propio sujeto (manuales de diagnóstico de los trastornos mentales DSM – IV y CIE. 10; APA, 1994 y OMS, 1992, entre otras). Así, el motivo más ampliamente aceptado como generador de estas conductas es el deseo de herir, pero como es natural no siempre es la finalidad última de dichas conductas, p.e., demostración de poder. Por tanto, la conducta agresiva no tiene siempre el mismo móvil, pudiéndose distinguir entre agresión instrumental y agresión hostil. En tanto que la primera se refiere a un uso de la violencia cuyo fin es distinto de la mera agresión, con el segundo tipo de conducta el sujeto sí busca, con su comportamiento, provocar daño a otro.

Además de todo esto no se puede olvidar la circunstancia de la agresión tampoco está siempre bajo el control de quien la ejerce; frases como “…no sabía lo que hacía” , o “…me volví loco, perdí el control de mis actos”, parecen fortalecer la idea de que, además de ser un fenómeno multifactorial, trasciende al propio sujeto.

Por tanto y recogiendo las ideas generales que se desprende de lo hasta aquí expuesto, puede aceptarse que a una agresión puntual está todo el mundo expuesto, ahora bien, cuando el hecho o el fenómeno de la violencia trasciende el plano de lo anecdótico, aislado o esporádico convirtiéndose en cotidiano se transforma en un problema social, sobre todo si ocurre en el ámbito escolar o si afecta a menores puesto que esto afecta directamente a las estructuras, a la base de las relaciones sociales.

Es conveniente, también, diferenciar entre agresividad y violencia. Ha de optarse porque la responsabilidad de la agresividad debe ser compartida, puesto que surge de las necesidades personales de los contendientes; sin embargo, esto no puede atribuírsele a la violencia ya que esta supone un abuso de poder por parte de un sujeto sobre otro siempre más débil o, cuando menos, indefenso. El fenómeno de la violencia conlleva una asimetría, una descompensación entre las características personales de los sujetos que intervienen en la situación.

Sin embargo ha de quedar muy claro que tanto desde una posición psicológica como desde una posición social – y más allá de la justificación cultural – la violencia existe cuando un individuo (o varios) impone (a sabiendas de su superioridad) su fuerza, su poder y su status en contra del otro, de modo que abuse de él, lo dañe directa o indirectamente, física o psicológicamente, siendo la víctima inocente de cualquier argumento que el “agresor” arguya para exculparse.

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